Preámbulo
Cuando era niña me encantaba mirar la televisión. Podía pasar horas viendo mis programas preferidos (y la tonelada de publicidades que venía con ellos). Mi papá se enojaba y me gritaba desde el primer piso de la casa: ¡Ya estás “empantallada”! ¡Apaga la televisión!”
Si buscan en el diccionario de la Real Academia Española, la palabra “empantallada,” o en su defecto el masculino “empantallado,” no aparece. Pero pregúntenle a cualquier familia chilena (y creo que podría también decir a cualquier familia latinoamericana) y sabrán darles la definición exacta. Empantallada: dícese de la persona embobada, obnubilada, hipnotizada por la pantalla. En ese entonces, era la tele. Hoy se agregaron otros dispositivos, más pequeños y livianos, más fáciles de transportar, más navegables, amigables. Y también más intrusivos, subversivos, permeables. Algunos sugieren que la nuestra es una sociedad empantallada. Estos últimos 18 meses de pandemia parecen darles la razón.
Les comparto una serie de relatos, inspirados de cerca o de lejos por la obra de Baudrillard y la temática de la exposición Écran Total sobre mi experiencia de “empantallamiento” (otra palabra que no ha sido aprobada por la Real Academia Española) en estos últimos meses. Si me puedo permitir un consejo: después de leer estos textos, apanguen la tele…. el compu, el celu, la tableta.
Mi vida en 2D
Cierro los ojos. La oscuridad tarda en hacerse presente. Las luces de la pantalla persisten como si atravesaran mis párpados. Quedan incrustadas en la retina las imágenes – todas planas- del día. Pienso en mi madre y se me viene a la mente nuestra última conversación. Esta sentada. Bueno eso creo. En estos 18 meses de pandemia solo he visto el torso y la cara de mi madre, a veces los brazos y las manos. Trato de recrear el resto de su cuerpo: sus caderas, sus piernas, sus pies. No veo nada. ¡Y qué decir de su espalda! Mi madre se ha convertido (y yo para ella) en una foto en movimiento. El timbre de su voz aun resuena en mis oídos, leve, metálico, a veces entrecortado (problemas de conexión… reconexión…¿les suena conocido?). Aprieto los ojos más fuertes, esperando que ese gesto logre despertar, evocar otras sensaciones. ¡Cómo quisiera sentir su olor, su calor! Imagino que la abrazo. Nada. Que me recuesto sobre su hombro. Nada. Que le tomo la mano. Nada. ¿Estaré perdiendo mis sentidos? ¿Será que me está fallando la memoria?
Pareciera que esta vida en 2D está atrofiando nuestras percepciones y sensaciones.
Mutilados de la cintura para abajo, desencarnados, privados del olfato, del tacto, del gusto, hemos perdido la substancia de nuestras relaciones, ahora digitalizadas y entrecortadas. Una nueva sociabilidad se esta creando y al parecer instalando, en la cual los afectos toman forma de emoticones, el humor se transmite en memes y la comunidad se vive en los grupos WhatsApp.
Abro los ojos. Este ejercicio de reencarnación me parece en vano. Busco mi celular. Llamo a mi madre. Le voy a pedir que se ponga de pie, que se de una vuelta lentamente. La miraré con detención, me fijaré en los detalles. Le confesaré que olvidé su olor y la textura de su piel. Nos reiremos. Probablemente lloraremos y esperaremos esperanzadas nuestro próximo encuentro fuera de las pantallas.
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Un simple gesto
Otro día de trabajo. Igual que ayer y probablemente será lo mismo mañana. Me despierto. Prendo el celular para abrir la aplicación de meditación. “Shavasana.” Soy un cadáver. No me muevo. Respiro. Trato de no pensar en todas las actividades y tareas programadas para este día: una reunión de equipo, terminar el artículo, contestarle a esa estudiante, hacer el seguimiento de la propuesta de libro, difundir la convocatoria del número especial, revisar mi correo, el Slack, el Drive, el Owncloud, el WhatsApp. “There is nothing you need to do, no where to go,” me recuerda la voz de la coach de meditación. Cierto, hoy no me moveré de mi escritorio. Estaré, como siempre, (casi) todo el día frente a mi computador. Sigo mi rutina matinal: ducha, desayuno, lavada de dientes. Entre medio miro las noticias en la aplicación de Radio Canada y leo la oración diaria propuesta por Rezando Voy. Ya estoy lista para empezar. Sentada frente a las dos pantallas de mi puesto de trabajo. Ahí estaré las próximas 7 u 8 horas, con una breve pausa para almorzar y si el tiempo me da, para salir a caminar.
Esas pantallas son mi ventana al mundo, mi única manera de escapar al confinamiento, de encontrarme con otras personas, de desplazarme en otros usos horarios, de moverme. Esas pantallas son también mi prisión. Compañeras silenciosas e instrumentos de trabajo, las dejo, sin darme cuenta, disciplinar mi cuerpo, digitalizar mis relaciones, “binarizar” mis acciones. Me encierran en una faceta de mi ser: el de la mujer profesional y exitosa. Muchas veces no me reconozco en esa imagen que se proyecta cuando empiezo un Zoom. Ajusto mi pelo. Enderezo mis hombros. Sonrío. Otros días, cuando puedo, opto por desactivar la imagen. Será solo mi nombre (y la mención ‘ella’) que me definirán, incluso ante aquellas y aquellos que sólo me han conocido a través de ese medio. Tan solo una ínfima parte de mi ser proyectada en pixeles pero, en fin, constituyéndome.
Adictivas, no logro quitar mi mirada de ellas. Si tan sólo pudiera desprenderme. Y pensar que el gesto es tan sencillo: Apagarlas.
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Alicia tras el espejo
400 millones de muertes por COVID en Brasil
15 millones de contagios en el mundo
577 millones de dosis de vacunas inyectadas
Largas filas de espera frente a los hospitales
Crematorios improvisados para quemar los cuerpos
Hombres vestidos de trajes aseptizados cargando un cadáver en un cementerio
Esas cifras e imágenes pululan los medios. Son nuestro pan de cada día, y de cada noche. Nos recuerdan el horror que estamos viviendo, objetivándolo, representándolo, realizando. Sí. Es verdad. Se están muriendo muchas personas. Los hospitales y aquellas y aquellos que en ellos trabajan ya no dan abasto. Es verdad. Lo dicen los medios. Y al mismo tiempo pareciera que todo esto fuera una ilusión o un terrible simulacro. Una película de ciencia ficción. Un espectáculo que miro pasivamente, a distancia, desde el confort de mi casa, desde una situación privilegiada donde mi familia y yo hemos podido refugiarnos. Trato de convencerme. Este no es otro episodio de Grey’s Anatomy. Son personas de verdad que están sufriendo, perdiendo sus empleos, sus casas, muriendo solos en hospitales desbordados. Son mujeres de verdad que están siendo violentadas, agredidas, menoscabas. Son jóvenes de verdad que están perdiendo la esperanza, hundiéndose en sus pesares, deseando morir, y algunos cumpliendo ese deseo. Lo espectacular de lo especular que se vehicula en los medios me confunde. Como Alicia a través del espejo no logro discernir lo que está de un lado o del otro de la pantalla. Lo espectacular de lo especular de los medios me deshumaniza y deshumaniza las y los sufrientes. Solo veo cifras, fotos, textos, que al igual que el gato de Cheshire una vez vistos, se desvanecen.
Y entonces le pongo un nombre, Francine, a esa mujer de 54 años que murió de trombosis después de haber sido vacunada. Una de mis alumnas que vive en el sur de Brasil me escribe para contarme que su test salió positivo y temo por ella. Una amiga pierde a su tía, otra a su padre. No pudieron despedirse. Rezo.
Sí. Es verdad lo que veo en mi pantalla. No es un espejismo. Lo vive la gente. Lo sufre la gente.
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Apropiaciones contra-hegemónicas
Leo en los titulares: “Mujeres indígenas de las comunidades autóctonas de Latino América comparten saberes ancestrales para contrabatir el Coronavirus.” La noticia me intriga. Sigo leyendo: “Gracias a la aplicación WhatsApp, un grupo de mujeres indígenas de Perú, Ecuador, Brasil y México están compartiendo recetas ancestrales usadas en sus comunidades para combatir la gripe.” “Teníamos conocimiento de esas plantas para tratar la gripe”, dice una de ellas, “pero no sabíamos como iban a tratar el COVID.” ¡Qué increíble! Esa sabiduría de más de 500 años está ahí, disponible y nosotros desperdiciándola. Para esas comunidades una gripe no es algo banal. No se trata de tomarse una aspirina y listo. Tribus enteras murieron a causa de enfermedades infecciosas importadas por los colonos y las comunidades indígenas tuvieron que aprender a curar estas enfermedades exógenas con recursos que les aportaba la naturaleza. Vuelvo a la noticia: “Los conocimientos sobre las propiedades del matico, la cáscara de carapanauba o de mango, el jengibre, se comparten y se discuten en el grupo: He aprendido tanto de las demás comunidades qué de mis propios ancestros, dice una de ellas.” No dejo de impresionarme. Saberes transmitidos oralmente están ahora siendo transcritos y compartidos entre comunidades que, sin la mediación de la tecnología, no podrían estar comunicando. ¡Esto es maravilloso! Y los efectos han sido impresionante. Según lo que reporta la periodista estas recetas han ayudado a fortalecer el sistema inmunitario de las comunidades y a aliviar a aquellas y aquellos que presentan síntomas menos severos. ¡Qué linda noticia! Al fin algo de bueno y de bello en todo este horror.
Quisiera afirmarles que esta noticia fue verdad. Lo del grupo WhatsApp lo fue. Me enteré de ello en una conferencia dictada por el sociólogo portugués Boaventura de Soussa Santos sobre las epistemologías del Sur. En el léxico de estas epistemologías, la experiencia de estas mujeres se llama apropiación contra-hegemónica, y consiste en formas de resistencia desde dentro del sistema capitalista-colonialista-patriarcal. El WhatsApp de Facebook se vuelve aquí un instrumento de liberación para esas comunidades marginalizadas, especialmente ahora durante esta pandemia. Mientras los gobiernos y organizaciones internacionales abandonan los pueblos del Amazona o de los Andes, esas mujeres y sus comunidades se organizan para sanar a su gente. Mientras los países del Norte Global se pelean y acaparan las vacunas, y las farmacéuticas se enriquecen, esas mujeres y sus comunidades se tornan hacia sus propios saberes y los comparten por WhatsApp. Pero nadie lo ha reportado en las noticias. Ese intitulado yo lo creé. Así como el texto y los testimonios. Estas iniciativas no son noticias para el mundo en el que vivimos donde solo los saberes racionales y científicos tienen validez, siempre y cuando estos apoyen a las élites políticas y económicas. Es más importante informar sobre la vacunación de una celebridad que sobre los saberes ancestrales compartidos por mujeres indígenas latinoamericanas….
Quizás así sea mejor. No sea que una farmacéutica quisiera patentar el matico o la cáscara de mango.
Los pollitos dicen
¿Quedarme en la casa o salir a trabajar? ¿Morir de hambre o morir infectado? Son miles las mujeres, hombres, jóvenes y hasta menores de edad que se hacen esas preguntas cada mañana. Ellas y ellos no se pueden dar el lujo de respetar las reglas sanitarias. El hambre en América Latina (así como en otras regiones del Sur global) se han acentuado durante la pandemia. Las que pueden se endeudan para comprar comida. Otras recurrirán a los bancos de alimentación, las parroquias o alguna ONG. Y están las ollas comunes. Práctica solidaria presente, yo diría desde siempre, en todas las regiones de América Latina. Son esas mismas mujeres y esos mismos hombres que llevan una semana sin poder traer el pan a la casa, que se arriesgan a salir a pesar del COVID para ir en ayuda de sus vecinas y vecinos igualmente pobres a preparar un plato de comida y servirlo calientito para capear el frio. Plato que probablemente se compartirá y fraccionará para que alcance para el día.
Esas experiencias de lucha cotidiana por el pan de cada día me llegan fragmentadas, muchas veces romantizadas a través de la pantalla. Se ven largas filas de personas esperando su turno para recibir un poco de sopa, un pedazo de pan, y si hoy hubo donaciones adicionales, una fruta. Se ven las manos solidarias, algunas cubiertas de guantes plásticos, preparando la comida, sirviéndola. También se ve la policía reprimiendo, desalojando porque no se respetó el permiso o el aforo. Y luego las autoridades haciendo declaraciones, tratando de explicar lo inexplicable, de racionalizar la irracionalidad. Por el WhatsApp me llegan mensajes pidiendo ayuda. Hay que donar el equivalente en pesos chilenos de una canasta básica. La transferencia será virtual. Alguien hará la compra personalmente y si tengo suerte recibiré una fotografía de la familia afortunada sonriendo con su canasta. Habré contribuido, al menos por un tiempo, a alimentar a esa familia. Por esos breves segundos durante los cuales esperaré que descargue la foto, la miraré y la transferiré al grupo de mi familia y amigas, me sentiré entrelazada a esa familia, solidaria. Y entonces volverá a instalarse ese sabor amargo en la boca, ese nudo en el estómago.
Recuerdo una canción infantil que, adaptaba para las manifestaciones, gritábamos con devoción y ahínco cuando estudiaba en la Universidad de Concepción para protestar contra la desigualdad y la injusticia: “Los pollitos dicen…HAMBRE, HAMBRE, HAMBRE, HAMBRE, HAMBRE.” Miro con tristeza, a través de la pantalla, mi pueblo sufriente. Me duele mi Chile.